A Mami, Abuela y tía Mary
Cuando Mami vivía pensaba que los días de madres eran aburridos. Siempre la misma rutina: Mami iba a la iglesia, luego recibía y abría los regalos de sus hijos y después la llevaba a casa de Abuela. Allí se reunían, finalmente. Siempre era lo mismo: hablaban, se reían, comían, tomaban café y después se intercambiaban los regalos. Esa parte me parecía algo divertida. Ahora les cuento por qué.
Ellas (cuando digo ellas hablo de Mami, Abuela y tía Mary) se hacían regalos muy peculiares, por no decir ordinarios. Es que tenían la costumbre de preguntarse: “¿Qué te hace falta?”, se ponían de acuerdo y casi siempre se regalaban cosas domésticas. Por ejemplo: a Mami un juego de baño, a Abuela una colcha y a tía Mary un gallo de cerámica (los coleccionaba, pero nunca le dije que me parecían feos). Diantre, me estoy riendo. Creo estar viéndolas.
También se reían las unas de las otras cuando recibían un regalo repetido o yo decía que algo que les habían dado estaba feo. Con quien más reía era con tía Mary, confabulábamos (sin decir nada) para correrle la máquina a alguna de ellas. Lo mejor era lograr que Abuela fingiera que se enfogonaba o que Mami pusiera su cara de “ay bendito, eso no es ‘na”.
Lo de los regalos era bien chistoso porque nunca faltaban las batas de “vieja” para estar en la casa. (Ya desde abril las tiendas las exhiben burdamente). En ese momento cogíamos a abuela de punto porque aunque todos los años le regalaban batas, no dejaba de ponerse las mismas que ya estaban transparentes. Y el cajón de su gaveta lleno de batas nuevas. Mami lo hacía con las toallas, siempre compraba toallas, le regalaban toallas y yo terminaba confiscándole unas cuantas.
También era gracioso lo de las envolturas de los regalos. Mami los abría con mucho cuidado para no romper el papel y usarlo el próximo año. En esa honda del reciclaje se iban “en un viaje” y terminaban regalándole a otras, obsequios que nunca usaron. Ja, ja, ja… Imagínate regalándole a “ella” el presente que “ella” te había obsequiado años antes. Ja, ja, ja. Tampoco faltaba que se preguntaran: “¿Qué te regaló fulano?” Entonces empezaban los gestos de sus caras por lo mucho o lo poco que le regaló el fulano en cuestión. Imagínense…
No sé por qué pensaba que aquellos días de madres eran aburridos si ahora me doy cuenta de que me divertía muchísimo. La última celebración que pasamos juntas fue en el 2009 y yo estaba embarazada. No recibí regalos, no fui parte de ese santo ritual que ellas tenían. No me preguntaron: “¿Qué te hace falta?” No recibí vasos, cucharas, ollas ni ninguna de esas cosas que graciosamente ellas obsequiaban.
Ahora, 8 años después, no está ni Mami ni la tía Mary y no he vuelto a pasar un día de madres igual. Sin embargo, he comprendido que el regalo más valioso que una madre puede atesorar, es el tiempo que pasa con sus hijos, verlos felices es todo lo que nos colma. También he concebido que el mejor regalo de un hijo, es su Mamá.
P.D. Esta columna fue publicada, originalmente, en el libro Soltera con Compromiso, bajo el título “De madres”. Hoy la comparto con otro título y una nueva conclusión. El libro sigue disponible para la venta.